La política del cadáver
Domingo 17 de diciembre de 2006
La política del cadáver
Carlos Peña
Al negar los funerales de Estado a Pinochet, la Presidenta se rehusó a abrir la puerta de la memoria republicana a quien no merece formar parte de ella. En suma, impidió lo que parte de la derecha quiso hacer por estos días: transformar el cadáver de Pinochet en los restos de un hombre sin culpa.
Carlos Peña
El empleo del cadáver con fines políticos o propagandísticos es de las cosas más viejas de la humanidad.
La muerte arranca al sujeto de esta vida, y cuando se trata de hombres excepcionales (la maldad también puede ser excepcional) les permite entrar a otra: a la historia, a ese ámbito de narraciones que ata la memoria de un individuo a la colectividad a la que pertenece.
Así, el funeral de los sujetos de excepción es una especie de pórtico, un rito de paso hacia la eternidad dispuesta en la forma de mito.
Uno de los más famosos es el de Julio César. Marco Antonio organizó una ceremonia diseñada, según cuenta Suetonio, para "despertar la lástima y el rencor". Otros afirman que se llegó al extremo de exhibir las heridas abiertas del cadáver de César para así enardecer al pueblo contra sus enemigos.
Los funerales de Victor Hugo son también una muestra espléndida de cuánto importa -incluso a los liberales- la parafernalia a la hora de entrar en la otra vida. Hugo previó que sus despojos fueran llevados al cementerio en una carroza de pobres, sumando así al pueblo a sus exequias y vengándose contra los ricos, que en la hora final quisieron cooptar su obra. La ciudad de París se conmovió con las exequias que inscribieron a Victor Hugo en el corazón mismo de la Tercera República.
Los regímenes comunistas fueron los más proclives al uso del cadáver con fines de legitimación. Ello es producto del hecho de que esa ideología es la que fundó más estados en el siglo XX. El caso de Lenin (embalsamado, después que su cerebro fuera repartido en pedazos para que las academias estudiaran la "sustancia del genio") fue seguido por el de Ho Chi Minh en Vietnam, Ditrimov en Bulgaria, y Neto en Angola, entre otros.
Como lo saben los historiadores, el rito funerario estuvo también en la base de la fundación de las repúblicas latinoamericanas, incluida la de Chile.
Los funerales de O'Higgins, realizados en 1868 (se exilió en 1823 y había muerto en Lima en 1842), hicieron olvidar sus peleas con el clero, sus desplantes dictatoriales y su desprecio por el Congreso para erigirlo, en cambio, en padre fundador. Su funeral fue una forma de reconfigurar su memoria y de incorporarlo a la imaginación que hizo posible la patria.
Y es que las naciones -dijo Benedict Anderson- son comunidades imaginadas que se alimentan de rituales, de mitos y de ceremonias.
Por eso, lo que ocurrió con el cadáver de Pinochet -se le negó una ceremonia republicana- no es poca cosa.
Cuando se le negó el funeral de Estado, se impidió explícitamente su ingreso al panteón cívico. Se impidió -por ahora, al menos- que se reescribiera la memoria.
Eso fue lo que hizo la Presidenta Bachelet.
Su gesto no fue un asunto de modales. Fue una cuestión política. Plenamente consciente del significado del gesto, se negó a abrir la puerta de la memoria republicana a quien no merece formar parte de ella.
En otras palabras, la Presidenta se negó a transmutar la identidad biográfica de Pinochet en una identidad histórica. Se negó a convertir sus crímenes (o los de su régimen) en un resultado de la necesidad; su astucia en pensamiento estratégico; su deseo de poder en interés público; sus abundantes ahorros en muestra de ascetismo; su escasez de palabras en parábolas; su simplismo vulgar en claridad; sus procesamientos en encarnizada persecución; a sus funcionarios cercanos en apóstoles, y a las circunstancias que rodearon su vida en una coartada que todo lo excusa.
En suma, se negó a todo lo que sus partidarios -si así puede llamarse a los que son ahora deudos- quisieron hacer por estos días.
Porque por estos días hemos asistido a muchas cosas, pero sobre todo a un intento de hacer de un cadáver los restos de un hombre sin culpa.
Y nada más lejos de la realidad.
No es cierto que Pinochet haya sido una hoja en medio del vendaval de la Guerra Fría, un cruzado que hizo de tripas corazón para salvar a la patria, un asceta cívico que sacrificó todo por los demás, un estadista que entregó voluntariamente el poder o un clarividente que, de pronto, comprendió que el monetarismo tenía la razón y que Keynes estaba equivocado.
¿Quién -salvo los fanáticos o los que lo acompañaron siempre y que, por lo mismo, al defenderlo no hacen más que defenderse a sí mismos- podría creer eso?
Es cierto que Pinochet contribuyó -lo más probable casi sin darse cuenta- a la modernización de Chile; pero lo hizo a un precio inconmensurable y dejó un rastro de dolor que todavía no se salda. Y ambas dimensiones no se pueden separar. No es verdad que Pinochet fue un modernizador que cometió excesos. Fue un dictador que violó los derechos humanos y que, además, por esas cosas de la historia, contribuyó a modernizar el país. Pero, como Franco, su héroe (cuyo ideal económico era la autarquía), Pinochet nunca supo de economía ni fue capaz de deliberar nada a ese respecto.
Lo suyo era el poder. Obedecer, mandar e imponer su voluntad a sangre y fuego. Así lo prueban las víctimas del que fue su régimen. Prats, Letelier, Leighton y esos más de mil hombres y mujeres modestas a los que todavía buscan sus deudos.
Por eso, la Presidenta estuvo muy bien al negar los funerales de Estado. Al hacerlo, nos recordó que la memoria republicana es un hogar para el que la omnipresencia y el poder no bastan.
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